Antes de que termine septiembre quería postear sobre uno de los grandes eventos de la historia mundial. Hace 10 años caían las torres gemelas en el centro de Nueva York. En facebook me aburrí de leer como cada uno se acordaba de lo que estaba haciendo ese día. Algunos me preguntaron que hacia yo. El 11 de septiembre del 2001 y el 9 de abril del 2003 son días que recuerdo vividamente y que tienen mucho y nada que ver entre si.
Aquí esta mi historia, lo que yo viví y sentí esos dos días, comparando escenarios, recordando. No se cuantos van a leer esta historia completa, es larga y a veces se hace tedioso leerla en la compu. De antemano pido disculpas por los horrores de gramática que quizás encuentren en el camino. Para los que se animan acá esta:
La muerte
Por: R. Schneider
Año 2001:
Apretó fuertemente el embrague con mi mano izquierda mientras en sincronía pateo el cambio de la moto, rebajando de sexta a quinta, de 170 Km/h a 140, de cuarta a tercera, de 140 Km/h a 80. La moto ruge como una leona herida. Suelto el embrague rápidamente y repito la acción, paso de de segunda a primera. La moto ruge nuevamente, pero mas suave, ahora mas coordinada con la velocidad con la que ingreso al pasto seco de invierno que cubre el estacionamiento de atrás del hospital. El que se reserva para los empleados. La escarcha sobre el pasto cruje bajo el peso de la moto. Un sonido casi imperceptible, tapado por el latido del corazón de mi caballo metálico. Apago el CD player que tengo en mi campera, que conecta a los audífonos en mi casco. La voz de Andrés Calamaro muere a media canción “Me arde, me arde, es tarde para curarme, me arde, me quema, dejé la sangre en la arena…”
A pesar de ser septiembre continúa el frío intenso. “Que frío de mierda” pienso mientras bajo de la moto, tieso luego de un recorrido de 25 kilómetros a las 6:00 a.m. y con 2 grados bajo cero de temperatura. Con un giro de mi mano derecha le corto la vida a la moto. Queda en silencio. Mientras me saco el casco, la bufanda, y las dos camperas observo como el aire gélido golpea contra el calor intenso del motor y se eleva el vapor sobre el tanque de nafta de color negro metalizado y sobre el asiento del mismo color. El gorro de lana me lo dejo. Todavía estoy con la cabeza rapada. La pelada fue un regalo de mis amigos para festejar la culminación de mis días de estudiante de medicina.
Año 2003:
Apretó fuertemente el embrague con mi pie izquierdo mientras que en sincronía rebajo el cambio de la 4x4, tercera a segunda. La 4x4 hace poco ruido. De 40 km/h voy a 20. Suelto el embrague rápidamente y repito la acción, paso de segunda a primera. La 4x4 es lenta, el motor diesel ronronea mientras la maniobro sobre el pasto seco, bañado por el sol tropical que despierta detrás del centro de salud. Queda regulando como un rinoceronte entre la maleza. Grande e imponente. Aplasta el pasto seco, sediento bajo sus enormes ruedas. Apago la radio de onda corta. La voz pedante del interlocutor de la BBC, de pesado acento inglés británico muere.
Es abril y el calor agobiante continúa, como todo el año. “Que calor de mierda” pienso mientras bajo del vehículo, tieso luego de un recorrido de 125 kilómetros a las 6:00 a.m. y ya con 32 grados de temperatura. Con un giro de mi mano derecha le corto la vida al motor. Queda en silencio.
Me acomodo la camisa, ya mojada de sudor. El aire caliente crea espejismos de agua en la distancia. El polvo que levanté en el camino flota en el aire, por arriba del techo del vehículo que una vez supo ser blanco. Me saco el gorro y me seco el sudor de la frente. Me ato el pelo con una goma para que no me caiga sobre la cara. No tengo donde cortarme el pelo, está largo. Soy médico en África.
Año 2001:
El aire tibio dentro del Hospital me pega en la cara cuando abro la puerta. El pasillo con baldosas claras y limpias resplandece. Me dirijo a los cambiadores. Hay muy poca gente en los pasillos. Algunas enfermeras levantan la mano en saludo cuando paso por sus estaciones. Sus uniformes están inmaculados, blancos, a pesar de haber estado trabajando toda la noche. Sus caras cansadas, con ganas de terminar su turno y volver a sus hogares, aún sabiendo que, en la mayoría de los casos, al llegar todavía tendrán que prepara el desayuno a sus familias, despertar a sus maridos y llevar los niños a la escuela antes de poder descansar.
En el vestuario me saco el buzo, la camiseta, el pantalón. De mi mochila saco un pantalón claro, camisa azul oscura y guardapolvo impecable, bien planchado, blanco como la escarcha que está afuera. Me visto de prisa. Entran Fernando, Pablo y Esteban. Nos saludamos cordialmente, un toque en el hombro, una palmada en la espalda. Pablo está hablando de un programa en la TV que miró anoche “… y el tipo ve como se llevan su auto en un tren. Casi los mata a los que operaban la grúa. El tren se iba con el auto arriba. El tipo le dice- no, señor, ese tren se va para Jujuy, no vuelve más. El tipo a los gritos diciéndole- Hijo de puta, pará el tren, cada vez más caliente. Empieza a darles patadas a los tipos que operaban la grúa hasta que por fin salen a decirle que era todo una joda, que no se preocupara que el auto ya volvía.” Pablo se atraganta de la risa, le falta el aire y le caen lágrimas de los ojos. Nosotros también nos reímos del infortunio del tipo del auto y de cómo no se había dado cuenta que era todo un chiste elaborado, una joda.
Año 2003:
El aire en todos lados es igual, caluroso, seco. Me agacho para entrar a la choza que es el centro de salud. El piso de barro está seco, polvoriento. No hay cambiadores, pero no lo necesito porque ya estoy vestido, listo para afrontar el día. Están los pacientes afuera, esperando desde la madrugada. No hay lugar adentro para que se sienten. Los enfermeros están atendiendo los primeros pacientes. Me saludan con una sonrisa, me dan la mano, se los ve felices a pesar de haber estado trabajando toda la noche. Sus caras reflejan el cansancio, están con ganas de terminar su turno, pero acá no hay turnos, son sólo ellos, 7 días a la semana 24 horas al día. En sus casas son otros los que le dan de comer a sus hijos, los que trabajan en sus cultivos de subsistencia. No hay escuela para sus niños.
Me estiro la camisa arrugada, un poco manchada. Busco el estetoscopio. Joao, Jose y Mateus están charlando. Paran de hablar un instante para saludarme, me tocan el hombro, me dan una palmada en la espalda. Mateus está contando sobre un ataque a su aldea la noche anterior “…y el tipo les dice- no, por favor, lleven mi dinero. Pero los tipos lo ignoran. Le pegan un culetazo en la sien con el AK-47. Le gritan- Hijo de puta, vos no nos decís lo que nos llevamos o lo que no, nosotros hacemos lo que queremos. Lo patean y lo dejan casi muerto al costado del camino.” termina diciendo Mateus. Nadie se ríe. “¿Nadie le vino a decir que era una joda después de hacerle eso?” pregunto yo, sarcástico. Mateus, Joao y Jose me miran. “No es una joda doctor, es la realidad,” dice Mateus.
Año 2001:
A las 6:30 a.m. estamos todos en la salita de residentes de cirugía. Residentes e internos todos con ojos pesados, caras de recién levantados. El jefe de cirugía nos hace presentar los casos que atendimos el día anterior. “En la pieza 302, el Señor Gonzáles, 55 años de edad ingresa el día de ayer con un cuadro de fiebre, dolor subcostal derecho, náuseas y vómitos…” digo yo… “en la ecografía se detectan una vesícula inflamada y sombra de piedras múltiples. Se lo ingresa a cirugía a las 16:30…” sigo hablando, nadie me mira, algunos parecen dormitar mientras sigo con el monologo “… evolución estable, sin fiebre durante la noche.” Termino. Le toca a Fernando presentar su paciente ahora. Nadie lo mira, dormito mientras Fernando hace su monologo.
Año 2003:
A las 6:30 a.m. estamos todos sentados en el suelo bajo un árbol de mango. Todos con ojos pesados, caras de no haber dormido en semanas Yo les hago presentar a los enfermeros los casos que atendieron el día anterior. Joao presenta primero, “Anoche ingresa el paciente llamado Rubén, lo ubicamos debajo de la ventana que da al sur. No sabe su edad. Nació antes de la independencia así que tiene por lo menos 30 años. Ingresa con fiebre, dolor debajo de las costillas del lado derecho, náuseas y vómitos…” continúa Joao “…leí el libro de texto que trajo el doctor y para mi que era una vesícula inflamada, probablemente ya rota” Joao continúa con su monologo, nadie lo mira, algunos parecen dormitar mientras sigue con su monologo “Le dimos antibióticos y anti-inflamatorios para enfriar el cuadro, pero durante la noche falleció.”
Le pido a Mateus que presente su caso. Mateus empieza. Nadie lo mira, cierro mis ojos mientras Mateus hace su monologo.
Año 2001:
“Vos y Pablo vaya a curar a Alfredo,” nos dice el jefe de residentes. “Cuando terminen se vienen para cirugía que necesito ayuda con la colonostomía de hoy y después hay un par de vesículas para hacer.” Pablo y yo salimos de la salita y nos dirigimos al piso de arriba. Caminamos sobre las baldosas color crema, relucientes. Vamos a la pieza 308, la pieza donde está internado Don Alfredo, el abogado. Don Alfredo fue operado de una fractura de fémur en otro Hospital. La cirugía no evolucionó bien. Estuvo postrado muchos días, en ese Hospital no lo cuidaron, no lo rotaron regularmente. Se le fue formando úlceras por presión, escaras, en las caderas y glúteos. Cada vez más grandes, cada vez más podridas. Finalmente la familia lo trajo a este Hospital con la esperanza que se le pueda hacer algo.
Don Alfredo está dormido. Después de una gran mejoría la semana pasada se nos vino en picada. No responde más a los antibióticos que le estábamos dando. Hicimos cultivos de las escaras y cambiamos por tercera vez de esquema antibiótico, pero no parece funcionar. Don Alfredo se nos está escapando. Preparo la jeringa con la meperidina mientras Pablo organiza las cosas que necesitamos en la mesita de curaciones. Gasas, amuchina, gasas yodadas, gasas cubiertas con antibiótico amarillo, tijera, bisturí, perita para hacer lavajes, bandejas arriñonadas.
Don Alfredo se despierta medio desorientado. Cuando enfocan sus ojos nos mira. Tiene una sonrisa apenas perceptible, triste “Buen día muchachos, parece que ustedes viven acá en este Hospital, están todo el tiempo encima mío.” Hace una pausa y continua “No se porque siguen con esto, yo ya estoy terminado, no da para más. Hoy no estoy bien.” Nos dice.
Lo miro a Don Alfredo. Hace 3 semanas que todas las mañanas y todas las tardes lo curamos. Don Alfredo, el abogado, reconocido y admirado luego de una exitosa carrera de 40 años. Llora de dolor cuando lo curamos a pesar de la meperidina, a pesar de que tratamos de ser lo mas delicado y cuidadoso posible. Arde, duele, más de lo que nos podemos imaginar. El no está más en control, está postrado en la cama. Le inyecto 3ml de meperidina en el suero. Me siento al lado de su cama. Le tomo la mano, le digo que va a estar bien, que todos estamos intentando hacer lo mejor que se puede para que se reponga pronto. Le cuento que ayer la vi a su nieta, la Yanina con sus 4 años, corriendo las palomas en el parque del hospital. “Cuando esté mas grande va a tener que sacar la escopeta para mantener a los chicos alejados,” le digo. El sonríe, está cansado, la meperidina está haciendo efecto. Me suelta la mano y me dice, “Esta es la ultima vez que me curan, así que hagan un buen trabajo chicos.”
Pablo me mira de reojo, está preocupado. Lo miro, no nos decimos nada. Don Alfredo espera el dolor con los ojos cerrados, quieto en la cama. Empezamos a limpiar la escara de la izquierda, un hueco más grande que mi puño cerrado. Hay que cortar más músculo necrótico, negro, podrido. La escara de la derecha está peor aún. Limpiamos, desbridamos. A Don Alfredo se le caen las lágrimas, le duele mucho pero no hace ningún sonido. Ya no nos putea como lo hacia la semana pasada. Finalmente terminamos. Dejamos los instrumentos ensangrentados apilados sobre la mesa. Don Alfredo parece dormido. Nos acercamos con Pablo. Le tomo la mano, Pablo lo llama despacio “Don Alfredo, ya terminamos, nos vamos. ¿Necesita alguna cosa?’” El abre los ojos, “Gracias chicos por cuidarme estas tres semanas. Van a ser buenos médicos ustedes.” Le doy un beso en la frente antes de salir del cuarto, no se porqué, es la primera vez que lo hago.
Vamos de prisa a cirugía, son las 8:30. Nos cambiamos, nos lavamos, entramos. Sostenemos clamps, pasamos tijeras, miramos, nos preguntan cosas, se enojan cuando no sabemos. Después de la cirugía nos dejan cerrar el tejido subcutáneo y la piel. La instrumentista se enoja porque usamos mucha sutura y somos lentos.
Año 2003:
“Jose y yo vamos a atender la mujer que entró recién con el bebé que no quiere salir,” les digo a los enfermeros. “Después de ver a los pacientes que están esperando se vienen para la salita de curaciones así me dan una mano con los partos y las suturas que hay que hacer allá.”
Jose y yo entramos en la choza, los pacientes están acostados en colchones que se apoyan sobre el piso de barro. En el fondo de la choza, detrás de una cortina y sobre la mesa de madera esta acostada Teresa. Teresa madre de 6 niños. Teresa entró en trabajo de parto hace 18 horas en su casa ubicada a 6 horas de caminata de este centro de salud. Cuando las parteras tradicionales vieron que el bebé estaba totalmente atascado dejaron que la familia la traiga con la esperanza de que pudiéramos hacer algo por ella.
Teresa esta totalmente exhausta, el bebé inmóvil dentro de su vientre. El estetoscopio de Pinar revela que el bebé tiene un débil latido cardíaco, demasiado lento e irregular. Le digo a José que prepare un suero y se lo de ahora mismo. Le pido a otro enfermero que me traiga todo el instrumental que tenemos disponible. El corre a buscar la olla a presión donde esterilizan todo el instrumental quirúrgico. La presión arterial de Teresa cae, está solo semi-conciente. No hay sangre para pasarle. La anestesia que tenemos no sirve para hacer una cesárea, menos con la presión como la de Teresa. El Hospital está a 125 Km. de distancia, por lo menos 3 horas de viaje en las condiciones que están las rutas. Teresa se nos va. Al bebé tampoco le va nada bien.
Le agarro la mano, le susurro en el oído en portugués quebrado por mi miedo y frustración que todo va a estar bien, que aguante. Teresa no me escucha, la presión sigue cayendo. Le doy un beso en la frente. Los puteo a los enfermeros en portugués “¿Por qué no tienen las cosas preparadas?,” les pregunto subiendo el tono de mi voz, “¿por qué son tan lentos?.”
Año 2001
Salimos de la colonostomía a las 11:30 para ir a escribir las historias clínicas del día.
En la enfermería todos están con los ojos fijos sobre la pared de donde cuelga el televisor. Una y otra vez pasan imágenes de un avión que choca contra un edificio, el edificio en llamas. Rápidamente cambia a otra imagen que dice “Live” donde se ve gente corriendo despavorida alejándose de los edificios en llamas. No entiendo nada. Alguien nos dice “Se viene el fin del mundo” Estoy confundido, Pablo mira el televisor y trata de escuchar lo que dice el locutor. Me doy media vuelta para hablar con Fernando que está atrás nuestro explicándonos lo que está pasando. Detrás de Fernando la puerta de la pieza 308 esta abierta. Salen dos médicos en silencio. Guardapolvos blancos y corbata, sello de internistas. Detrás de ellos salen dos enfermeras empujando el carrito de resucitación lentamente. Lo agarro a Pablo del brazo, lo arranco de su hipnotismo. Lo doy vuelta, no puedo hablar, le señalo la pieza. Caminamos hacia el cuarto de Don Alfredo, las enfermeras nos dicen algo, no escuchamos. Don Alfredo está en la cama, inmóvil, blanco Su bata rasgada, pecho expuesto. “Tuvo un infarto,” nos dice una de las enfermeras. “No pudimos hacer nada.” Nos acercamos a la cama. Tomé la mano de Don Alfredo entre las mías, estaban ya frías. Por la puerta podíamos ver la televisión que mostraba las imágenes de las torres que se colapsaban.
Año 2003:
Llega el enfermero con los instrumentos. Lavamos el abdomen de Teresa con yodo. Me salpico toda la camisa transpirada, no me importa, estoy acostumbrado. Teresa está totalmente inconsciente. Empiezo la incisión sin anestesia, sin campos estériles. Jose separa la herida que voy haciendo. Sangra, no me detengo a atar las arterias. Presiono las arterias y venas sangrantes con pinzas hemostáticas y las dejo ahí. Sigo cavando en el abdomen de Teresa buscando la vida dentro del cuerpo muerto. Uno de los enfermeros espanta las moscas. Tengo el pelo empapado, caen gotas de mi cara, no se si es transpiración o lagrimas, no veo. Finalmente llego al útero. Lo abro con los dedos, manoteo en desesperación tratando de sacar al bebé que está ahí adentro. Se lo paso al enfermero que rápidamente corta el cordón umbilical, le limpia las vías respiratorias, lo trata de reanimar, de darle vida. El bebé queda inmóvil, pasan los minutos, no se mueve. Está azul, esté frió, está muerto. Teresa ya no sangra más. Su piel negra como el carbón está fría, está muerta.
Dejo todo. Camino lento hacia la 4x4. Me siguen las miradas de decenas de pacientes que esperan que se los atienda. Miran mi camisa caqui bañada de sangre, yodo y transpiración. Salí caminando con los guantes puestos sin darme cuenta. Me los saco con disgusto, no se donde ponerlos así que me los meto en el bolsillo del pantalón. Me siento en la camioneta, prendo la radio para avisar a base del deceso, de los decesos, para hablar con alguien. La radio quedó sintonizada a la BBC. La voz pedante del inglés me habla, me cuenta que ha caído Bagdad, que los aliados han vencido en su guerra contra el terrorismo. Están entrevistando a un político experto. El tipo habla. Yo sentado en el asiento, transpiro. El sudor se mezcla con la sangre de la manga de la camisa y me corre por los dedos. “…la venganza por las muertes causadas durante el ataque a las torres gemelas...” dice el experto “…por ese día trágico en septiembre del 2001…esta conquista nos dará un mundo más seguro para nuestros nietos, nuestros hijos, para nosotros…”
Me quedo congelado en el asiento. “Hijo de puta,” le grito. “no entendés nada.
Continúo hablándole, gritándoles, a ellos, al mundo.
“Caen las torres en Nueva York, cae la estatua de Sadam en el centro de Bagdad. Gana la muerte en las sofisticadas avenidas de Nueva York y en la polvorienta plaza de Bagdad. Gana la muerte sobre la cama de un pulcro Hospital de última generación y sobre la mesa de madera dentro de una choza de barro perdida en la selva Africana. Gana la muerte, siempre.
Por: R. Schneider
Año 2001:
Apretó fuertemente el embrague con mi mano izquierda mientras en sincronía pateo el cambio de la moto, rebajando de sexta a quinta, de 170 Km/h a 140, de cuarta a tercera, de 140 Km/h a 80. La moto ruge como una leona herida. Suelto el embrague rápidamente y repito la acción, paso de de segunda a primera. La moto ruge nuevamente, pero mas suave, ahora mas coordinada con la velocidad con la que ingreso al pasto seco de invierno que cubre el estacionamiento de atrás del hospital. El que se reserva para los empleados. La escarcha sobre el pasto cruje bajo el peso de la moto. Un sonido casi imperceptible, tapado por el latido del corazón de mi caballo metálico. Apago el CD player que tengo en mi campera, que conecta a los audífonos en mi casco. La voz de Andrés Calamaro muere a media canción “Me arde, me arde, es tarde para curarme, me arde, me quema, dejé la sangre en la arena…”
A pesar de ser septiembre continúa el frío intenso. “Que frío de mierda” pienso mientras bajo de la moto, tieso luego de un recorrido de 25 kilómetros a las 6:00 a.m. y con 2 grados bajo cero de temperatura. Con un giro de mi mano derecha le corto la vida a la moto. Queda en silencio. Mientras me saco el casco, la bufanda, y las dos camperas observo como el aire gélido golpea contra el calor intenso del motor y se eleva el vapor sobre el tanque de nafta de color negro metalizado y sobre el asiento del mismo color. El gorro de lana me lo dejo. Todavía estoy con la cabeza rapada. La pelada fue un regalo de mis amigos para festejar la culminación de mis días de estudiante de medicina.
Año 2003:
Apretó fuertemente el embrague con mi pie izquierdo mientras que en sincronía rebajo el cambio de la 4x4, tercera a segunda. La 4x4 hace poco ruido. De 40 km/h voy a 20. Suelto el embrague rápidamente y repito la acción, paso de segunda a primera. La 4x4 es lenta, el motor diesel ronronea mientras la maniobro sobre el pasto seco, bañado por el sol tropical que despierta detrás del centro de salud. Queda regulando como un rinoceronte entre la maleza. Grande e imponente. Aplasta el pasto seco, sediento bajo sus enormes ruedas. Apago la radio de onda corta. La voz pedante del interlocutor de la BBC, de pesado acento inglés británico muere.
Es abril y el calor agobiante continúa, como todo el año. “Que calor de mierda” pienso mientras bajo del vehículo, tieso luego de un recorrido de 125 kilómetros a las 6:00 a.m. y ya con 32 grados de temperatura. Con un giro de mi mano derecha le corto la vida al motor. Queda en silencio.
Me acomodo la camisa, ya mojada de sudor. El aire caliente crea espejismos de agua en la distancia. El polvo que levanté en el camino flota en el aire, por arriba del techo del vehículo que una vez supo ser blanco. Me saco el gorro y me seco el sudor de la frente. Me ato el pelo con una goma para que no me caiga sobre la cara. No tengo donde cortarme el pelo, está largo. Soy médico en África.
Año 2001:
El aire tibio dentro del Hospital me pega en la cara cuando abro la puerta. El pasillo con baldosas claras y limpias resplandece. Me dirijo a los cambiadores. Hay muy poca gente en los pasillos. Algunas enfermeras levantan la mano en saludo cuando paso por sus estaciones. Sus uniformes están inmaculados, blancos, a pesar de haber estado trabajando toda la noche. Sus caras cansadas, con ganas de terminar su turno y volver a sus hogares, aún sabiendo que, en la mayoría de los casos, al llegar todavía tendrán que prepara el desayuno a sus familias, despertar a sus maridos y llevar los niños a la escuela antes de poder descansar.
En el vestuario me saco el buzo, la camiseta, el pantalón. De mi mochila saco un pantalón claro, camisa azul oscura y guardapolvo impecable, bien planchado, blanco como la escarcha que está afuera. Me visto de prisa. Entran Fernando, Pablo y Esteban. Nos saludamos cordialmente, un toque en el hombro, una palmada en la espalda. Pablo está hablando de un programa en la TV que miró anoche “… y el tipo ve como se llevan su auto en un tren. Casi los mata a los que operaban la grúa. El tren se iba con el auto arriba. El tipo le dice- no, señor, ese tren se va para Jujuy, no vuelve más. El tipo a los gritos diciéndole- Hijo de puta, pará el tren, cada vez más caliente. Empieza a darles patadas a los tipos que operaban la grúa hasta que por fin salen a decirle que era todo una joda, que no se preocupara que el auto ya volvía.” Pablo se atraganta de la risa, le falta el aire y le caen lágrimas de los ojos. Nosotros también nos reímos del infortunio del tipo del auto y de cómo no se había dado cuenta que era todo un chiste elaborado, una joda.
Año 2003:
El aire en todos lados es igual, caluroso, seco. Me agacho para entrar a la choza que es el centro de salud. El piso de barro está seco, polvoriento. No hay cambiadores, pero no lo necesito porque ya estoy vestido, listo para afrontar el día. Están los pacientes afuera, esperando desde la madrugada. No hay lugar adentro para que se sienten. Los enfermeros están atendiendo los primeros pacientes. Me saludan con una sonrisa, me dan la mano, se los ve felices a pesar de haber estado trabajando toda la noche. Sus caras reflejan el cansancio, están con ganas de terminar su turno, pero acá no hay turnos, son sólo ellos, 7 días a la semana 24 horas al día. En sus casas son otros los que le dan de comer a sus hijos, los que trabajan en sus cultivos de subsistencia. No hay escuela para sus niños.
Me estiro la camisa arrugada, un poco manchada. Busco el estetoscopio. Joao, Jose y Mateus están charlando. Paran de hablar un instante para saludarme, me tocan el hombro, me dan una palmada en la espalda. Mateus está contando sobre un ataque a su aldea la noche anterior “…y el tipo les dice- no, por favor, lleven mi dinero. Pero los tipos lo ignoran. Le pegan un culetazo en la sien con el AK-47. Le gritan- Hijo de puta, vos no nos decís lo que nos llevamos o lo que no, nosotros hacemos lo que queremos. Lo patean y lo dejan casi muerto al costado del camino.” termina diciendo Mateus. Nadie se ríe. “¿Nadie le vino a decir que era una joda después de hacerle eso?” pregunto yo, sarcástico. Mateus, Joao y Jose me miran. “No es una joda doctor, es la realidad,” dice Mateus.
Año 2001:
A las 6:30 a.m. estamos todos en la salita de residentes de cirugía. Residentes e internos todos con ojos pesados, caras de recién levantados. El jefe de cirugía nos hace presentar los casos que atendimos el día anterior. “En la pieza 302, el Señor Gonzáles, 55 años de edad ingresa el día de ayer con un cuadro de fiebre, dolor subcostal derecho, náuseas y vómitos…” digo yo… “en la ecografía se detectan una vesícula inflamada y sombra de piedras múltiples. Se lo ingresa a cirugía a las 16:30…” sigo hablando, nadie me mira, algunos parecen dormitar mientras sigo con el monologo “… evolución estable, sin fiebre durante la noche.” Termino. Le toca a Fernando presentar su paciente ahora. Nadie lo mira, dormito mientras Fernando hace su monologo.
Año 2003:
A las 6:30 a.m. estamos todos sentados en el suelo bajo un árbol de mango. Todos con ojos pesados, caras de no haber dormido en semanas Yo les hago presentar a los enfermeros los casos que atendieron el día anterior. Joao presenta primero, “Anoche ingresa el paciente llamado Rubén, lo ubicamos debajo de la ventana que da al sur. No sabe su edad. Nació antes de la independencia así que tiene por lo menos 30 años. Ingresa con fiebre, dolor debajo de las costillas del lado derecho, náuseas y vómitos…” continúa Joao “…leí el libro de texto que trajo el doctor y para mi que era una vesícula inflamada, probablemente ya rota” Joao continúa con su monologo, nadie lo mira, algunos parecen dormitar mientras sigue con su monologo “Le dimos antibióticos y anti-inflamatorios para enfriar el cuadro, pero durante la noche falleció.”
Le pido a Mateus que presente su caso. Mateus empieza. Nadie lo mira, cierro mis ojos mientras Mateus hace su monologo.
Año 2001:
“Vos y Pablo vaya a curar a Alfredo,” nos dice el jefe de residentes. “Cuando terminen se vienen para cirugía que necesito ayuda con la colonostomía de hoy y después hay un par de vesículas para hacer.” Pablo y yo salimos de la salita y nos dirigimos al piso de arriba. Caminamos sobre las baldosas color crema, relucientes. Vamos a la pieza 308, la pieza donde está internado Don Alfredo, el abogado. Don Alfredo fue operado de una fractura de fémur en otro Hospital. La cirugía no evolucionó bien. Estuvo postrado muchos días, en ese Hospital no lo cuidaron, no lo rotaron regularmente. Se le fue formando úlceras por presión, escaras, en las caderas y glúteos. Cada vez más grandes, cada vez más podridas. Finalmente la familia lo trajo a este Hospital con la esperanza que se le pueda hacer algo.
Don Alfredo está dormido. Después de una gran mejoría la semana pasada se nos vino en picada. No responde más a los antibióticos que le estábamos dando. Hicimos cultivos de las escaras y cambiamos por tercera vez de esquema antibiótico, pero no parece funcionar. Don Alfredo se nos está escapando. Preparo la jeringa con la meperidina mientras Pablo organiza las cosas que necesitamos en la mesita de curaciones. Gasas, amuchina, gasas yodadas, gasas cubiertas con antibiótico amarillo, tijera, bisturí, perita para hacer lavajes, bandejas arriñonadas.
Don Alfredo se despierta medio desorientado. Cuando enfocan sus ojos nos mira. Tiene una sonrisa apenas perceptible, triste “Buen día muchachos, parece que ustedes viven acá en este Hospital, están todo el tiempo encima mío.” Hace una pausa y continua “No se porque siguen con esto, yo ya estoy terminado, no da para más. Hoy no estoy bien.” Nos dice.
Lo miro a Don Alfredo. Hace 3 semanas que todas las mañanas y todas las tardes lo curamos. Don Alfredo, el abogado, reconocido y admirado luego de una exitosa carrera de 40 años. Llora de dolor cuando lo curamos a pesar de la meperidina, a pesar de que tratamos de ser lo mas delicado y cuidadoso posible. Arde, duele, más de lo que nos podemos imaginar. El no está más en control, está postrado en la cama. Le inyecto 3ml de meperidina en el suero. Me siento al lado de su cama. Le tomo la mano, le digo que va a estar bien, que todos estamos intentando hacer lo mejor que se puede para que se reponga pronto. Le cuento que ayer la vi a su nieta, la Yanina con sus 4 años, corriendo las palomas en el parque del hospital. “Cuando esté mas grande va a tener que sacar la escopeta para mantener a los chicos alejados,” le digo. El sonríe, está cansado, la meperidina está haciendo efecto. Me suelta la mano y me dice, “Esta es la ultima vez que me curan, así que hagan un buen trabajo chicos.”
Pablo me mira de reojo, está preocupado. Lo miro, no nos decimos nada. Don Alfredo espera el dolor con los ojos cerrados, quieto en la cama. Empezamos a limpiar la escara de la izquierda, un hueco más grande que mi puño cerrado. Hay que cortar más músculo necrótico, negro, podrido. La escara de la derecha está peor aún. Limpiamos, desbridamos. A Don Alfredo se le caen las lágrimas, le duele mucho pero no hace ningún sonido. Ya no nos putea como lo hacia la semana pasada. Finalmente terminamos. Dejamos los instrumentos ensangrentados apilados sobre la mesa. Don Alfredo parece dormido. Nos acercamos con Pablo. Le tomo la mano, Pablo lo llama despacio “Don Alfredo, ya terminamos, nos vamos. ¿Necesita alguna cosa?’” El abre los ojos, “Gracias chicos por cuidarme estas tres semanas. Van a ser buenos médicos ustedes.” Le doy un beso en la frente antes de salir del cuarto, no se porqué, es la primera vez que lo hago.
Vamos de prisa a cirugía, son las 8:30. Nos cambiamos, nos lavamos, entramos. Sostenemos clamps, pasamos tijeras, miramos, nos preguntan cosas, se enojan cuando no sabemos. Después de la cirugía nos dejan cerrar el tejido subcutáneo y la piel. La instrumentista se enoja porque usamos mucha sutura y somos lentos.
Año 2003:
“Jose y yo vamos a atender la mujer que entró recién con el bebé que no quiere salir,” les digo a los enfermeros. “Después de ver a los pacientes que están esperando se vienen para la salita de curaciones así me dan una mano con los partos y las suturas que hay que hacer allá.”
Jose y yo entramos en la choza, los pacientes están acostados en colchones que se apoyan sobre el piso de barro. En el fondo de la choza, detrás de una cortina y sobre la mesa de madera esta acostada Teresa. Teresa madre de 6 niños. Teresa entró en trabajo de parto hace 18 horas en su casa ubicada a 6 horas de caminata de este centro de salud. Cuando las parteras tradicionales vieron que el bebé estaba totalmente atascado dejaron que la familia la traiga con la esperanza de que pudiéramos hacer algo por ella.
Teresa esta totalmente exhausta, el bebé inmóvil dentro de su vientre. El estetoscopio de Pinar revela que el bebé tiene un débil latido cardíaco, demasiado lento e irregular. Le digo a José que prepare un suero y se lo de ahora mismo. Le pido a otro enfermero que me traiga todo el instrumental que tenemos disponible. El corre a buscar la olla a presión donde esterilizan todo el instrumental quirúrgico. La presión arterial de Teresa cae, está solo semi-conciente. No hay sangre para pasarle. La anestesia que tenemos no sirve para hacer una cesárea, menos con la presión como la de Teresa. El Hospital está a 125 Km. de distancia, por lo menos 3 horas de viaje en las condiciones que están las rutas. Teresa se nos va. Al bebé tampoco le va nada bien.
Le agarro la mano, le susurro en el oído en portugués quebrado por mi miedo y frustración que todo va a estar bien, que aguante. Teresa no me escucha, la presión sigue cayendo. Le doy un beso en la frente. Los puteo a los enfermeros en portugués “¿Por qué no tienen las cosas preparadas?,” les pregunto subiendo el tono de mi voz, “¿por qué son tan lentos?.”
Año 2001
Salimos de la colonostomía a las 11:30 para ir a escribir las historias clínicas del día.
En la enfermería todos están con los ojos fijos sobre la pared de donde cuelga el televisor. Una y otra vez pasan imágenes de un avión que choca contra un edificio, el edificio en llamas. Rápidamente cambia a otra imagen que dice “Live” donde se ve gente corriendo despavorida alejándose de los edificios en llamas. No entiendo nada. Alguien nos dice “Se viene el fin del mundo” Estoy confundido, Pablo mira el televisor y trata de escuchar lo que dice el locutor. Me doy media vuelta para hablar con Fernando que está atrás nuestro explicándonos lo que está pasando. Detrás de Fernando la puerta de la pieza 308 esta abierta. Salen dos médicos en silencio. Guardapolvos blancos y corbata, sello de internistas. Detrás de ellos salen dos enfermeras empujando el carrito de resucitación lentamente. Lo agarro a Pablo del brazo, lo arranco de su hipnotismo. Lo doy vuelta, no puedo hablar, le señalo la pieza. Caminamos hacia el cuarto de Don Alfredo, las enfermeras nos dicen algo, no escuchamos. Don Alfredo está en la cama, inmóvil, blanco Su bata rasgada, pecho expuesto. “Tuvo un infarto,” nos dice una de las enfermeras. “No pudimos hacer nada.” Nos acercamos a la cama. Tomé la mano de Don Alfredo entre las mías, estaban ya frías. Por la puerta podíamos ver la televisión que mostraba las imágenes de las torres que se colapsaban.
Año 2003:
Llega el enfermero con los instrumentos. Lavamos el abdomen de Teresa con yodo. Me salpico toda la camisa transpirada, no me importa, estoy acostumbrado. Teresa está totalmente inconsciente. Empiezo la incisión sin anestesia, sin campos estériles. Jose separa la herida que voy haciendo. Sangra, no me detengo a atar las arterias. Presiono las arterias y venas sangrantes con pinzas hemostáticas y las dejo ahí. Sigo cavando en el abdomen de Teresa buscando la vida dentro del cuerpo muerto. Uno de los enfermeros espanta las moscas. Tengo el pelo empapado, caen gotas de mi cara, no se si es transpiración o lagrimas, no veo. Finalmente llego al útero. Lo abro con los dedos, manoteo en desesperación tratando de sacar al bebé que está ahí adentro. Se lo paso al enfermero que rápidamente corta el cordón umbilical, le limpia las vías respiratorias, lo trata de reanimar, de darle vida. El bebé queda inmóvil, pasan los minutos, no se mueve. Está azul, esté frió, está muerto. Teresa ya no sangra más. Su piel negra como el carbón está fría, está muerta.
Dejo todo. Camino lento hacia la 4x4. Me siguen las miradas de decenas de pacientes que esperan que se los atienda. Miran mi camisa caqui bañada de sangre, yodo y transpiración. Salí caminando con los guantes puestos sin darme cuenta. Me los saco con disgusto, no se donde ponerlos así que me los meto en el bolsillo del pantalón. Me siento en la camioneta, prendo la radio para avisar a base del deceso, de los decesos, para hablar con alguien. La radio quedó sintonizada a la BBC. La voz pedante del inglés me habla, me cuenta que ha caído Bagdad, que los aliados han vencido en su guerra contra el terrorismo. Están entrevistando a un político experto. El tipo habla. Yo sentado en el asiento, transpiro. El sudor se mezcla con la sangre de la manga de la camisa y me corre por los dedos. “…la venganza por las muertes causadas durante el ataque a las torres gemelas...” dice el experto “…por ese día trágico en septiembre del 2001…esta conquista nos dará un mundo más seguro para nuestros nietos, nuestros hijos, para nosotros…”
Me quedo congelado en el asiento. “Hijo de puta,” le grito. “no entendés nada.
Continúo hablándole, gritándoles, a ellos, al mundo.
“Caen las torres en Nueva York, cae la estatua de Sadam en el centro de Bagdad. Gana la muerte en las sofisticadas avenidas de Nueva York y en la polvorienta plaza de Bagdad. Gana la muerte sobre la cama de un pulcro Hospital de última generación y sobre la mesa de madera dentro de una choza de barro perdida en la selva Africana. Gana la muerte, siempre.